martes, 13 de marzo de 2012

El menú diario

Lo primero que aprende uno en el mar es a estar solo, o mejor dicho, lo primero que aprende uno cuando está solo es a percibir el entorno como una fuente inagotable de estímulos. Y el mar lo es, sin duda. A veces fuente extensa, indolente, otras coherente en sus ritmos, plegándose con furia a los influjos del cosmos.

Pero no todos perciben el océano como un diorama de translúcida oportunidad y fantasía. Para algunos es una frontera infranqueable, un vacío acuoso que les aparta de lo que ansían y les devuelve una visión monocroma de sí mismos. Un cianotipo donde sólo quedan impresas frustraciones y sombras.

Un buen ejemplo de esto es una carta que encontré dentro de una botella una mañana de otoño. Chocaba incesantemente contra la popa, como una visita inesperada que golpea con urgencia tu puerta a deshoras. No estaba firmada, no contenía instrucciones o indicación alguna de paradero o fecha. Por lo que yo sé, esa botella podría haber estado viajando durante décadas. Aunque me atrevo a decir que la escribió algún náufrago, una de esas almas engullidas por la sociedad, cuya voz es apenas susurro que ya no retumba. Alma hambrienta, diría, curiosa en la oscuridad y a la luz intangible.

Compuesta como un menú vital y caótico, la carta reprodujo en mi cabeza antiguos deseos y miedos, me devolvió por un instante aquel Telos que abrazaba el infinito como a esa amante lasciva para la que no se tienen suficientes manos, y que percibía cada tic del reloj como la inevitable aprehensión de lo local, de lo terriblemente real.

Os dejo con sus palabras...

"No sin cierta reticencia, me dispongo en estas líneas a presentar unos usos que se me antojan livianos. Mas por leves y anodinos, su digestión no es pesada. ¡Cada uno su cuchara! Primer plato, ¡buen provecho!

Las noches con o sin luna, los largos paseos sin rumbo, ver como crecen mis plantas; la gaita ancestral, el despertador que suena en el minuto impar, la niebla y su brumoso contexto; un te negro de Ceilan a cualquier hora, la charla sosegada de las tres de la mañana, el vuelo elegante de la libélula; hundir las manos en la arena, el alegre e inocente Papageno, los pequeños saltos del pájaro que se acerca indeciso, los batidos de chocolate con nata, la marea que sube y se avalanza una y otra vez contra el acantilado; las manos de un artesano, los guiones de Alan Moore, observar cómo se extiende el café por un azucarillo, Beethoven en una sala de conciertos; el luto de la anarquía, el pan caliente por la mañana, el castillo de Neuschwanstein, los bosques en los que me pierdo, la grandeza inabarcable de este universo alquímico, el fuego que crea y el que destruye. La duda.

Con presteza y decisión les ofrezco ya el segundo, pues entre plato y plato, la espera temen por igual comensal y cocinero.

La figura ejemplarizante, el color dorado, la urgencia patológica, el humor autóctono; los bizcochos de pastelería, los vasos recién fregados, las encuestas, el protocolo, este carnaval de normalidad; el amor, la leche con azúcar, los profetas, las salas de espera, los tutumpotes, la cuestión piramidal; los dos besos de rigor, la sección de perfumería, los medios de comunicación, que me pregunten de donde soy, lo poco que duran los bolígrafos; las fotografías, los que tienen por costumbre pedir prestado, la obstinación en la diferencia, el verano, la amistad de la segunda cerveza, los zapatos que terminan en pico, los poemas de Bécquer, el merengue, los villancicos; el señor que se ofende cuando le cedes el asiento, la precariedad en la coherencia, los apologistas de la decadencia. La utopía banal. "

martes, 17 de enero de 2012

Siempre hay una historia

Decían de mí que estaba loco, pero sólo mientras estuve en Bedlam. ¡Loco! - me gritaban entre aquellos muros, mientras yo soñaba con oir mi nombre en el viento, brotando ronco de un viejo roble o regurgitado en el trino de algún ave canora. ¡León, nadie nos llama!
Del mar cuatro lustros añoré el sonido, e inventando su furia desmembraba los gritos y devoraba su pulpa. ¡Qué ingenuidad la mía! ¡Qué voracidad tan absurda!
Pero ya al fin navego. Escapé de aquellas sombras. Quemé mis pies descalzos sobre leguas de tierra, ansioso por encontrar algún caudal de agua. Un torrente, un arroyo, un angosto riachuelo. Siguiendo su curso llegué finalmente al mar y allí nací.
No he vuelto a pisar tierra. Hice de mi barca un alambique en el que destilar hambre y sed, y sólo toco puerto cuando necesito libros nuevos. Suben a bordo entonces amigos y curiosos, y entre abrazos y sonrisas me piden alguna historia. Noticias de otras gentes, avistamientos fortuitos, esquivas luces nocturnas, alboradas en bajíos, ...
Transcribiré en este cuaderno algunos de esos relatos. Crónicas, leyendas, memorias y patrañas. Mas no mi canción Arnaldos, tendrás que decidir si embarcas.